Monólogo

Se despertó una mañana, luego de haber dormido muy profundamente, y mareado, con vértigo, que le se fue pasando según avanzaban los minutos, me contó, a bocajarro y sin saludo previo. Al quedarse solo y terminar con sus paradas habituales, necesarias y por tiempo limitado en según qué habitaciones, decidió subir y ponerse a repasar durante un tiempo que aprecia lento, y doloroso. Acabó el repaso y decidió que era la hora de los estiramientos.

Me seguía contando, hablaba sin descanso, hablaba como el que habla para sí, como el que habla fuera de sí y solo busca reconocerse, darse cuenta o saber qué hace, por qué hace lo que hace e insiste en ello tanto confiado en alcanzarle, en conseguirle el sentido que se negó a sí propio desde que nació.

Tenía la sospecha de que no era artrosis, y sí otra cosa, lo que le producía ese dolor y esa falta de movilidad en una de sus piernas, y contra lo que luchaba convencido, sin excesivo esfuerzo, pero sí empeñado en ello todos los días que lograba acordarse. Más tarde, volvió a la lectura durante un tiempo igual al empleado, para su anterior repaso. Hacia la mitad le alcanza el sueño, o el cansancio, y antes de dormirse se levanta y baja convencido de la contención de tan inconveniente asalto. Duda si tomar café y, seguro, abre el frigorífico para atacarlo sin que le llegue a irrumpir la culpa. Dos lonchas de queso y tres de jamón york son, se dice, suficientes. Evita el pan, y el agua, y vuelve a su lectura. A los cinco minutos, la herida fue de muerte y se rinde y cierra los ojos; los cierra mientras sigue a lo suyo el reloj y se le acumulan en una y borrosa línea, las conversaciones de los protagonistas del relato que pretende terminar, sin éxito. Suena el reloj, la alarma pone fin a lo que no ha acabado y vuelve a ponerse en pie para buscarle un sitio a unos papeles, unos cuadernos y un par de libros que llevan cerrados más de un mes sobre la mesa. Es por necesidad de espacio, se dice, y por verse libre la conciencia, algo más libre.

Me confiesa, me cuenta aún en lo suyo, aún en su necesidad de convencerse, de saberse que tiende a la volubilidad con casi todo aquello que de sí depende. Y continúa con su periplo por la casa cuando vuelve a bajar y se cambia de ropa porque toca el ejercicio físico y, aunque es pronto, quiere acabar todas las series descansando tanto como pueda tras tres semanas de andar haciendo el vago. Se machaca con cuidado porque vuelve el vértigo a sabotear sus intenciones, sus decisiones. Pone la música que hacía ya demasiado tiempo que dejó de oír por algo así como de hartazgo, o de exceso, y lo agradece. Al terminar se lava como un gato, se cambia y se sienta en una silla, mareado, a beber tanto agua como puede a pesar de su malestar.

Llega el alivio y vuelve arriba a por un libro que, me dice, no sabe bien por qué lo elije, lo abre por la primera página y lo cierra y suelta sobre la mesa, pensando si ese será otro de tantos que solo quiere ver por fuera hasta cansarse. Pero no. Al ver esa primera página pudo leer, y aquí es donde creo que quiere llegar, de algún modo, alguna frase y de entre todas, una pregunta. No importa demasiado qué dice esa pregunta y sí qué piensa, qué pensó después de la pregunta, del acto ese de preguntar, de su ignorancia, o de la seguridad de las certezas, de los conocimientos de la gente a su alrededor. Todos lo saben todo, o casi todo o, si no, se lo inventan o, peor, opinan, y se le llevan los demonios porque eso no vale nada más que para aquel que la profiere y se convence y da forma, o eso, seguro, llega a creerse.

            Susurró las últimas palabras y nos tragó un silencio vencido, sin brusquedad, por el rumor creciente de otras conversaciones.

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